Llevo tiempo dándole vueltas a este artículo y la única cosa que tenía clara es la de intentar no inclinarme ante la nostalgia. La nostalgia, a veces, tiene una enorme capacidad de seducción desde la idealización y la mentira. Pero eso no era materia suficiente para proponer un artículo. Pedro Chaves
Me preguntaba, si tuviera que resumir ese momento de mi vida para mi hijo, si tuviera que liberarlo de las centenares de anécdotas que tienen un enorme valor, pero solo para mí o para quienes pueden entenderlas; si tuviera que sintetizar en una idea lo que ese período me aportó, creo que no lo dudaría: me enseñó el valor del compromiso, la importancia de salirse de uno mismo para construir una comunidad de personas que luchan por hacer algo mejor este mundo maravilloso en el que vivimos.
Y no podría dejar de decirle que ese compromiso funcionó porque la energía que lo movía era la alegría y la esperanza. No es que no nos dolieran las miserias del mundo, las injusticias, los agravios. No es que no nos irritara la arrogancia de los poderosos o su obscena riqueza, no es que no nos empujara a la acción la insultante desigualdad entre los que tienen y los que no tienen, pero la cólera, la rabia, el dolor, eran sentimientos al servicio de llenar de alegría la esperanza.
Aprendimos que no era posible cambiar el mundo sin sonreír y sin amar. Hoy todo esto podría sonar muy boomer y pelín demodé, pero lo cierto es que creo que no es así. En mis muchos años de experiencia docente he aprendido que lo más complicado de mover, lo más difícil de cambiar, es la naturalidad de este orden socio-político injusto. Cuestionar la normalidad es un acto de coraje que te coloca, de inmediato, en el banco de las personas acusadas: tienes que demostrar, permanentemente tu inocencia. Y pelear sin descanso contra el mantra de: luchar no sirve de nada.
Albert Hirschmann, contaba en su libro Retóricas de la intransigencia que el pensamiento reaccionario había creado tres argumentos básicos que se repetían a lo largo de la historia, contra la pretensión de cambiar las cosas: el argumento del riesgo, de la futilidad y de la perversidad. Básicamente, este brillante economista pone en evidencia que el pensamiento reaccionario siempre ha enfatizado y amenazado contra las pretensiones de cambiar las cosas. Si lo intentabas podías, o bien poner en riesgo lo que ya existía (tesis del riesgo) o bien podías conseguir los efectos contrarios a los que pretendías (tesis de la perversidad) o bien tu acción, en el fondo, no serviría para nada (tesis de la futilidad).
Pero la verdad que pone en valor la historia es otra: hacer, movilizarse, comprometerse es el único camino para cambiar las cosas. Si este mundo es hoy mejor que el del siglo XIX y el del XIX era mejor que el del siglo XV, lo es gracias a los millones de personas que entregaron lo mejor de sí, muy a menudo su vida, con el fin de cambiar la vida de las gentes. En algún momento, esos millones de personas comprometidas, miraron más allá de sí mismo, se elevaron por encima de sus condiciones y vieron que era posible pensar la vida de otro modo.
Cuando cada una de nosotras se empodera de esa energía, da continuidad a la esperanza que millones de personas activaron y que nos han traído hasta aquí. Así es que, sí, este mundo se puede cambiar y puede ser mejor. Y, sí, sigue habiendo enormes razones para tomar la mano de tantos otros y otras que sueñan con un mundo, no perfecto, sólo un poco mejor.
Nuestra experiencia en los CJC fue, en buena medida, esa: sentir que formábamos parte de un rio infinito de amor por la humanidad y por la esperanza de una vida mejor en un planeta habitable.
Fuimos hijos e hijas de nuestro tiempo y nuestra esperanza, nuestra voluntad de cambiar las cosas, nuestra cólera, se arroparon en las banderas rojas de un futuro socialista y comunista. Esa historicidad nos dio muchas energías adicionales: estábamos convencidos que nos habíamos situado en el lado bueno de la historia, que, antes o después, ese futuro promisorio llegaría y haría más feliz a la humanidad. Y, muy importante, castigaría sin piedad a los poderes salvajes y sus servidores.
La vida ha puesto algunas cosas en su sitio y, ahora vemos, cuanta ingenuidad había en algunas de nuestras creencias y presunciones. Vemos también, o al menos es mi opinión, los riesgos implícitos en algunas de las experiencias que vivimos, y, sobre todo, no hay ninguna teleología en la historia. Nada, que no sea, el esfuerzo y la lucha, nos llevará a ningún lugar. Y el futuro que los poderosos nos ofrecen se parece más a la película de Mad Max que a cualquier otra cosa. Pero nada de eso empaña lo sustancial: crecimos confiados en que hacíamos algo que iba más allá de nosotras y que mejoraría el mundo. Y en ese “hacer” descubrimos hasta qué punto necesitábamos a las demás, a los otros; hasta qué punto, sin la energía colectiva, nuestra aportación individual era apenas un grano de arena. Pero junto a otros granos de arena éramos capaces a veces de detener la voraz rueda de la codicia de los poderosos y otras, simplemente, de averiarla momentáneamente.
Y esa hermandad en la ilusión, es un legado que no he olvidado en todos estos años. De hecho, me doy cuenta de que he seguido buscando algo así en otros lugares, sin encontrarlo. No es culpa de nadie, probablemente mis estándares eran muy altos o las condiciones no eran las mismas, quizá yo ya no era el de entonces. Pero no he dejado de creer en la fuerza que ofrece esa comunidad de la alegría y la esperanza.
Martina Navratilova, la genial tenista, contaba con mucha gracia la diferencia entre estar involucrado y estar comprometido. Decía que era la diferencia entre una tortilla y un jamón. En la tortilla, la gallina ha estado involucrada, en el jamón, el cerdo ha estado comprometido.
Los aniversarios tienen un valor único: nos hacen preguntarnos por lo que celebramos, por su valor pasado y, sobre todo, por su pertinencia actual. Naturalmente, no todas tendremos la misma perspectiva respecto a su significado y pretender tal cosa se me antoja tan absurdo como inútil. Por lo que a mi respecta, creo que haber formado los CJC tuvo mucho sentido entonces y construyó un legado que merece respeto y, si fuera posible, ser contado. Es grande que haya compas que estén dándolo todo para que ese legado no se pierda y me sumo a ese empeño, desde luego.
Las razones para seguir cosiendo la bandera de la emancipación han cambiado, aunque no tanto en el fondo. En mi modo de ver las cosas, esa bandera es, ahora, más multicolor, pluriforme y diversa, pero requiere, igualmente de la misma determinación, coraje y camaradería para ser levantada. Sigo viviendo con la ilusión de sumarme a las manos que la ofrecen como un referente de esperanza en un mundo mejor.
Pedro Chaves
Lo que nos ha enseñado el compromiso